EL AMO DEL AGUA
Esta
historia en el seno de una familia de apellido Márquez que vivía en
Chabasquén, a la orilla del río Chabasquencito. Esta tierra como todo el
territorio portugueseño también es patrimonio de duendes y aparecidos.
Antes de la dominación española fue tierra de los Cambambas indígenas
pobladores de esa región. En 1620 el Gobernador Francisco de la Hoz
Berrío reunió a todos los indígenas dispersos en diferentes encomiendas y
fundó el pueblo de Chabasquén. El primer cura doctrinero que tuvo este
poblado fue el Padre N. Chabas, de este sacerdote se cuenta que un día
que andaban los indios de caserío por un lugar conocido hoy como la
Ermita, vieron un bulto semejante a ese animal legendario y misterioso
que llaman “El Salvaje” y lo atravesaron con una flecha, al llegar al
sitio y revisar la “presa” con asombro y mucho dolor constataron que se
trataba del Padre Chabas. Desde ese momento dicen que Chabasquén fue la
región maldita del Estado Portuguesa. También se dice que el Padre
Chabas cuando pasó el río chabasquencito, dejando el pueblo atrás, lo
maldijo para siempre. Lo cierto es que el pueblo de Chabasquén estuvo,
después de ese incidente, durante mucho tiempo sin cura doctrinero.
Hasta que el 6 de marzo de 1777, se construyó una capilla, fuera del
poblado, en el sitio denominado La Playa, a orillas del río Biscucuy,
allí nació posteriormente, el pueblo de San Antonio de las Playas de
Biscucuy, hoy Biscucuy. Era necesario hacer esta referencia inicial para
ilustrar, hasta cierto punto, por qué desandan por las calles de
Biscucuy y Chabasquén, estos dos pueblos
hermanos, de la zona alta, tantas figuras fantasmales, ruidos
extra-sensoriales, silbidos, aullidos y llantos lastimeros
inexplicables.
Cuenta
el profesor y poeta Ángel Márquez, hoy cronista popular del pueblo de
Biscucuy, que cuando él estaba pequeño vivía con su familia en una casa
de corredor grande a orillas del río Chabasquencito y que era usual, por
las noches escuchar el alboroto que formaban los animales que se
quedaban en el corredor, como si alguien entrara y los espantara.
Una
noche, estando ya durmiendo oyeron una persona que calzando botas entró
al corredor y caminó varias veces con pisadas fuertes, luego se metió
en la cocina y movió todas las ollas y latas que allí habían. Después
salió y al pasar frente a la puerta del cuarto donde estaba durmiendo su
mamá, sus hermanos y el, tosió y se aclaró la garganta. En la mañana
todo estaba igual. No había rastro de pisadas y en la cocina todo estaba
tal como su mamá lo había dejado.
Una tarde como a las seis, cuenta el profesor que estaba él
parado en el corredor y de allí se podía ver la playa del río.
Inesperadamente vio que del río salió un hombre vestido de blanco con un
mandador en la mano y se aproximó a la casa. El se quedó
paralizado…inmóvil. El hombre era alto y flaco.
Él lo vio bien porque le pasó por un lado y cuando llegó al corredor
comenzó a golpear con el mandador a todas las gallinas y los perros que
estaban allí. Los perros lanzaron unos aullidos tan espeluznantes que
fue lo que asustó al profesor, quien cayó desmayado. Por el ruido de los
animales salió la mamá y según ella le contó, lo encontró tirado en el
suelo, blanco como un papel y le dieron a oler plumas de gallina
quemadas para que volviera en sí. Cuando le contó a su mamá lo que había
visto, ella le dijo: Debe ser que tú te metiste con él porque yo lo veo
pasar casi todas las tardes y a mí no me hace nada.
Rafael Báez, una trabajador de la granja “Villa Ilusión”, sector Los Tanques, Araure, narró que
en esta misma zona, hacia, el cerro donde llaman “La Guafita” hay una
guafa que según dicen que está llena de oro, plata, esmeraldas, rubíes y
todo tipo de material precioso. Esa guafa tiene muchísimos años clavada
en ese cerro y debajo de la guafa hay un pozo de agua tan clara que si
uno observa con atención ve que el agua que sale de la guafa destila
como un polvillo amarillo. De allí la leyenda de que la guafa está llena
de oro.
En
un recodo, como en una cueva, está un cajón amarrado con cadenas y
semienterrado en la montaña. Este cajón suena por dentro como si fuera
un enjambre de abejas o una fuerte tempestad. Un señor de nombre Jonás
Calazán vino con un amigo dispuesto a sacar ese tesoro. Traían
martillos, tenazas, alicates alambres, cadenas, mandarrias, ceguetas y
hasta pólvora. Cuando comenzaron a golpear el cajón se oscureció la
tarde como si fuera a llover y “Los buscadores de tesoros” comenzaron a
sentir un frío espantoso. El amigo de Jonás, por terquedad, se negó a
regresar y cuando lo bajaron del cerro ya estaba muerto. Jonás Calazán
duro casi ocho días para recuperarse, porque llegó a su casa casi
tullido y morado del frío que sufrió en el cerro de “La Guafita”.
En
la Florida, hace unos cuarenta años también ocurrió un caso digno de
mencionar: Un señor llamad Alejandro Terán tenía unas tierras en La
Aduana, había sembrado tomates y se le estaban perdiendo porque no
conseguía obreros para recoger la cosecha y le pedía ayuda a los hijos y
a su mujer, pero nadie quería ayudarlo. El era un hombre uraño,
refunfuñón y como dicen en el llano “malasangre”. Una mañana se levantó
muy temprano y despertó a toda la familia y les obligó, con insultos, a
que fueran ayudarle a recoger los tomates y todos salieron con él. Para
llegar a la parcela era más rápido, en ese tiempo, navegar en balsa por
la Portuguesa y así lo hicieron. Todos se embarcaron, cuando iban en la
mitad de la corriente, el caudal del río aumentó considerablemente y la
deteriorada balsa comenzó a hundirse al vaivén de la creciente.
Alejandro Terán iba remendado con otro señor, amigo de la familia. De
repente soltó los remos, le quitó a su hija la niña (su nieta) que
llevaba en los brazos y sin mediar palabras se lanzó a las turbulentas y
oscuras aguas. Tres días duraron buscando los cadáveres. Al tercer día
consiguieron el pañal de la niña y después su cuerpecito sin vida,
sostenido por una “carama” de palos. El señor Alejandro se perdió y
jamás se encontró, ni vivo ni muerto. Transcurrieron unos seis años
desde la desaparición de Alejandro Terán y un día el señor José Castillo
vino y le dijo a la Señora Aura Pérez, cuñada de Alejandro Terán de
esta historia: Sabe que estuve en Sorte y Alejandro Terán no está
muerto. Yo lo vi vestido de kaki, trabajando en la montaña como súbdito
de María Lionza, estaba “echando pico” y era él, estoy seguro, porque le
vi bien la cara.
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